Los niños siempre se plantan delante al ver una cámara de fotos. Los ojos muy abiertos, la sonrisa blanca, llena de dientes. Ocurre en cualquier rincón de Mauritania. Luego estallan en una carcajada al reconocerse en la pantalla de cristal líquido.
Los dos hermanos Doua, no. Nunca sonríen. Posan dócilmente, en la oscuridad enmarcada por las paredes mugrientas de su casa, en la que reina un silencio extraño. O en el ínfimo patio donde vive una cabra flaca que no conoce más horizonte que este mísero suburbio de Nuakchot. Sujetan el retrato de un crío ataviado con una túnica.
Es su hermano pequeño. Los tres viajaron a los Emiratos Árabes —Unidos —primero el mayor, luego los dos pequeños— acompañados por el hombre que ofreció una salida a las estrecheces de una familia con diez hijos. Iban a pastorear camellos. “Algo natural en Mauritania, con una gran tradición de convivencia con estos animales”, explica Mohamed Le-mine, el responsable de protección de la delegación mauritana de Unícef, la agencia de las Naciones Uní-das que vela por los niños. “Pero no fue así. Ocurrió algo muy distinto.”
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